El misterio de la Cruz

 

El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret no es algo ajeno a la vida del ser humano. Podemos caer en el error de mirar la figura de Jesús con un enfoque exclusivamente histórico. Digo que se trata de un error porque si lo hacemos así, nos encontramos ante la figura de un hombre verdaderamente fracasado. Alguien que quiso “revolucionar” su época, pero que el impulso primero acabó en verdadero fracaso. Todos le abandonan, menos su propia madre, todos los que le aplauden descubren en él a un líder que, cuando ya tiene las masas de su lado, las traiciona; las traiciona porque no les da lo que esas masas esperan de él: la liberación de la opresión tirana del pueblo invasor, el pueblo romano; la libertad del yugo esclavo del poder judío que se aprovecha de esa opresión para sacar su propio beneficio.

            El fracaso humano es algo a lo que todos, de una manera u otra, tenemos miedo. Nos gusta ser reconocidos, que nos digan lo buenos que somos y lo bien que hacemos las cosas. Queremos ser unos “pequeños dioses” que no se equivocan nunca y nos esforzamos por mantener las formas y agradar al “que dirán” como motor de nuestra existencia.

            Precisamente, una de las grandes victorias de Jesús radica en romper esa cadena que nos ata al afán de “ser”. Poco le importa a él ser considerado un fracasado. Desde el principio sabe bien cómo terminará su historia, pero aun así sigue proclamando la verdad del mensaje: el amor, el perdón, la solidaridad, y una serie de valores que están mucho más allá de lo que, tanto su mundo como el nuestro, proclaman como buenos. La cruz no es un escándalo, es el triunfo de la libertad interior que impregna la capacidad de vivir auténticamente. Es el triunfo del perdón y, sobre todo, del saber pedir perdón. Ese perdón que emana de las manos traspasadas de Cristo en la cruz ha de ser para nosotros, no sólo un testimonio, sino un aliciente. La sangre que cae por la cruz de Jesús es la sangre del sufrimiento que sabe que el único camino de la paz pasa por el sacrificio de uno mismo. Estar dispuesto a perdonar siempre y en todo momento debería de ser una bandera para la vida de cualquier persona, aunque sólo sea por el egoísmo de saber que cuando es capaz de perdonar, el mayor beneficiado es uno mismo.

            El fracaso de Cristo en la cruz es el triunfo de la llegada del Reino de Dios, es la victoria de su mensaje y su Espíritu en el corazón de los hombres y mujeres de buena voluntad. La vida se nos pasa sin darnos cuenta y, llegado el momento de rendir cuentas ante Dios, quien todo lo sabe y todo lo conoce, no nos queda más opción que abrir nuestro corazón. Hemos de procurar desterrar de él aquellos sentimientos que nos hacen estar más cercanos a los que gritaban crucifícale, que al que está crucificado. San Francisco de Asís decía: “Si Dios sabe trabajar a través de mi, sabe trabajar a través de cualquier persona”, y sabe hacerlo cuando, puestos en su presencia, le dejamos trabajar nuestro corazón. Mirar a Cristo en la cruz es el fracaso del sentimiento humano, pero es el triunfo del Espíritu; un triunfo que necesita madurar en nuestros corazones para poder resucitar y quitar la pesada losa del sepulcro de nuestras vidas, que no deja pasar la claridad de la luz que todo lo renueva.

            Perdonar es saber pedir perdón, amar es saber dejarse amar. Entremos dentro del sepulcro de nuestra propia vida y abramos las puertas de nuestra existencia para que la luz del resucitado pueda transformar nuestra oscuridad.