El Espíritu de Dios está sobre mí.

“Querido Teófilo”, con estas palabras da comienzo el evangelio de San Lucas que escuchamos este domingo del tiempo ordinario. Como todos sabemos, Teófilo no es una persona concreta a la que se dirija el evangelista; sino una comunidad con identidad propia. Procedente del griego, Teo significa Dios y filo amigo; se trata pues de una comunidad amiga de Dios. La palabra de Lucas sigue siendo hoy exactamente igual: una palabra dirigida a los amigos de Dios, a aquellos que deseamos mantener esta amistad y, por consiguiente, esta relación con Dios; no puede haber amistad sin relación. La amistad con Dios no se improvisa, no surge de la nada, surge una iniciativa originaria del mismo Dios. Es Él quien nos invita a esta relación y a mantenerla de forma continua. Esta relación se fortalece con el don magnífico del Espíritu Santo, un don regalado por el Padre a cada uno de nosotros mediante el Bautismo. Es Él quien nos fortalece en nuestra vida cristiana y, con sus dones, nos envía al mundo para ser testimonio de Cristo Resucitado, transformadores de oscuridad y desesperanza.
Lucas nos presenta como Jesús, en la sinagoga y tras leer el texto del profeta Isaías, proclama que el Espíritu del que hablan las escrituras ha sido derramado sobre él, es decir, él ha sido el ungido, el enviado, el mesías; Él es el que es, el mimo YHWH encarnado. Su espíritu no es “de uso interno”, sino de proyección al mundo entero, con una misión concreta y una fortaleza transformadora. Jesús ya no es simplemente Jesús, el hombre histórico; ahora se manifiesta como el Cristo, el ungido. Lo que hasta ahora estaba oculto, su ser Dios y hombre verdadero, queda ahora a la luz; Él es Jesús el Cristo o, como comúnmente le conocemos: Jesucristo.
El Espíritu de Cristo nos es dado a cada uno de nosotros a lo largo de nuestra vida por medio de los sacramentos, pero esta dación del Espíritu puede caer en saco roto si no nos hacemos responsables del regalo recibido. Contemplamos en la actualidad como son muchas las personas que reciben los sacramentos, pero que los viven simplemente como un acto social más. Esta “socialización” del cristianismo hace que, cada vez más, el compromiso cristiano se reduzca a falsas exigencias derivadas de falsos derechos que queremos tener. Cada vez es más corriente asistir a escenas sin sentido en las que determinadas personas, investidas de sin razón, pretenden ejercer los papeles del padrinaje eclesial no habiendo recibido ellos mismos los sacramentos; no solo lo pretenden, sino que lo exigen. Y por mucho que el sacerdote intente explicarles el motivo de su negativa, acuden a la Iglesia para exigir con ímpetu aquello que no les corresponde. Esta errónea exigencia es el resultado de no haber entendido el don tan grande que supone recibir el Espíritu Santo. Quien realmente comprende la importancia de tal don, no exige: se pone a disposición; no implanta: comprende. ¿Te dejarías tú enseñar a conducir por alguien que tiene el carnet de conducir? ¿o por un camicace?.
Recibir el Espíritu nos capacita para una misión, una misión que estamos llamados a realizar, como dice san Pablo, como miembros del cuerpo de Cristo:
“Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, con un solo cuerpo, así también Cristo. Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”.
Descubrir cuál es el lugar concreto dentro de este cuerpo, es discernir la llamada de que Dios hace a cada corazón que desea escucharle. Permanecer al margen de la llamada de Dios es, sin duda, permanecer al margen de la comunidad eclesial. En Cristo no hay diferenciaciones de personas, no hay rangos ni escalas, en el cuerpo de Cristo no existen servidores y servidos, no se es más o menos de nada; en el cuerpo de Cristo todos somos miembros de un mismo cuerpo y, hermanos en el Hermano Mayor Jesucristo. La Iglesia de Cristo no puede existir al margen de sus miembros, necesita de todos y cada uno en su lugar concreto, porque cada uno de los miembros somos miembros del mismo cuerpo. Cristo no juzga, no condena, no condiciona; acoge, perdona y ofrece. No hay nadie, absolutamente nadie, que tenga su lugar en este cuerpo (si quiere tenerlo y formar parte de este cuerpo).
“TUS PALABRAS, SEÑOR, SON ESPÍRITU Y VIDA”, dice el salmo 18. Son Espíritu porque envían, son Espíritu porque son fuerza que transforma, son Espíritu porque son Cristo mismo en medio de nosotros. Y son Vida porque no son muerte. Las palabras de muerte no caben en el cuerpo de Cristo, todo lo que nos lleva a la propia muerte interior es oscuridad y Cristo es Luz. Vivir en el Espíritu de Cristo es vivir la Vida de Cristo, ser transformados en “alter christus” (otros Cristos) para el mundo. En Cristo somos “Teófilos”, los amigos de Dios, los hijos en el Hijo. Somos otros cristos para poner luz en la oscuridad y poder anunciar la Palabra transformadora de Aquel que todo lo puede y todo lo transforma. Vivir en la Iglesia es, también, ponerse a su disposición y cumplir la misión que ella nos encomienda. Puede que a veces pensemos que no valemos para esto o aquello, pero no podemos olvidar lo más importante: quien nos llama nos capacita, el que nos envía nos da la fuerza para poder llevar a cabo la misión.
Hoy podemos decir con Cristo: el Espíritu de Dios está sobre mí, porque es Él quien desciende sobre cada uno de nosotros y nos unge para dar testimonio. No hemos de tener miedo: no llaman los hombres, llama Dios. La fuerza no viene de los hombres, viene de Dios. Madre Teresa de Calcuta define muy bien lo que es recibir la fuerza del Espíritu Santo y ser alter christus:
UNA SONRISA

 

Una sonrisa en los labios alegra nuestro corazón,
conserva nuestro buen humor,
guarda nuestra alma en paz,
vigoriza la salud,
embellece nuestro rostro
e inspira buenas obras.

Sonriamos a los rostros tristes,
tímidos, enfermos, conocidos,
familiares y amigos.

 

Sonriámosle a Dios con la aceptación
de todo lo que Él nos envié y
tendremos el mérito de poseer
la mirada radiante de su rostro
con su amor por toda la eternidad.

Las palabras de Cristo son muy claras,
pero debemos entenderlas como una
realidad viviente, tal como El las propuso.
Cuando El habla de hambre,
no habla solamente del hambre de pan,
sino hambre de amor, hambre de ser
comprendido, de ser querido.

 

El experimentó lo que es ser rechazado porque
vino entre los suyos y los suyos no lo quisieron.
Y El conoció lo que es estar solo,
abandonado, y no tener a nadie suyo.

Esta hambre de hoy, que está rompiendo vidas en todo el mundo destruyendo
hogares y naciones, habla de no tener hogar, no solamente un cuarto con
techo, pero el anhelo de ser aceptado, de ser tratado con compasión, y que
alguien abra nuestro corazón para recibir al que se sienta abandonado.

 

Madre Teresa, M.C.