Las bodas de Caná

En todas las culturas el vino es el símbolo de la alegría. No hay fiesta en la que no se precie un poco de buen vino. En la cultura judía ocurría algo parecido, el vino y su calidad decían mucho de los anfitriones y de su disponibilidad para con los invitados. Las bodas judía solían tener una duración de entre tres y cinco días. Que faltase el vino el primer día suponía un verdadero drama, pues acabado el vino la alegría de la fiesta no es la misma. Jesús está presente en aquella boda, como siempre que hay necesidad, él está allí invitado, como uno más junto con María, su madre, y sus discípulos. María está siempre atenta a las necesidades que  pueden surgir a su alrededor y, de pronto, se percata de la escasez que están a punto de sufrir su anfitriones. Como buena madre, no puede quedarse al margen sino que en seguida se pone a buscar una solución para el problema planteado. ¿A quién acudir? A quien sabe que puede aportar una solución, a quien sabe que no le dará la espalda. Jesús parece resistirse al principio “aún no ha llegado mi hora”, pero María sabe mejor aún que él que su hora sí ha llegado ya, que este es el momento de comenzar a responder y ponerse en camino hacia el cumplimiento de su misión. Jesús no puede que decir que no a la insistencia de aquella que tanto ha dado por él y por la humanidad y, sin pensarlo pone a disposición de aquellas personas todos sus dones para manifestar la presencia de Dios. No se trata de un milagro sin más, se trata de un comienzo a una aventura que acabará en resurrección. No es un truco de magia, es ponerse a disposición de las necesidades de los demás para poder así, mostrar que Dios desea estar con los que le necesitan. Pero Jesús no se conforma con darles de nuevo un vino más, el vino que ahora les ofrece es nuevo, su sabor es distinto y perfecto. Es el vino que mana de la vid de la vida eterna. El agua convertida en vino es nuestra humanidad transformada por la fuerza liberadora de Cristo Jesús, por el derramamiento de su propia sangre.

            En la actualidad, también falta de este vino nuevo. Estamos ya cansados del vino viejo que nos ofrecen constantemente y, poco a poco este vino “viejo” se va agotando y vaciando las tinajas que lo contienen. Esas tinajas están elaboradas con el barro del egoísmo, de la envidia, del consumismo y de la falta de Dios. El alfarero que las fabrica lleva en sus manos todos los odios posibles y rencores. Nuestra sociedad ha perdido la verdadera alegría, el vino se agría constantemente. La búsqueda de la felicidad ha dejado de ser una meta para convertirse en un mito. Quizás no se trate sólo de una crisis de carácter económico, sino que es posible sus raíces estén mucho más allá de la economía y ésta sea la consecuencia de la otra. Seguro que saldremos de la crisis económica, de ello se encargarán los mercados, bolsas, políticos, etc. Pero el miedo reside en no poder salir de la otra crisis: la moral, la de la falta de valores, de esperanza y de conciencia de ser creaturas.

            Jesús está dispuesto a volver a convertir el agua en vino, a transformar el sinsabor del agua en verdadero vino de reserva. ¿Cómo? Ha dispuesto en cada uno de nosotros una serie de dones “pero un mismo Espíritu”, para que estos dones puedan ser puestos al servicio de la comunidad. Ser para los demás en la construcción de un mundo mejor. Los dones dispuesto por el Padre, descubiertos en el Hijo y fortalecidos en el Espíritu nos fortalecen y disponen como hombre nuevos para una nueva sociedad.

            “No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51)” (Porta Fidei – Benedicto XVI).

La transformación del agua en vino es posible hoy, aquellas bodas celebras en Caná de Galilea pueden ser hoy nuestro propio desposorio con el Amor de Cristo. Somos convocados al banquete de la Eucaristía donde gustar del vino nuevo, de la sangre de Cristo que nos transforma, de su cuerpo que nos transfigura y de su Palabra que nos envía. María, nuestra madre, también está presenta ahí para interceder por nosotros y ser descanso en nuestro cansancio.

La transformación social es posible hoy, el Reino de Dios es una realidad que está en nuestras manos y en la capacidad que cada uno de nosotros posee para transformar el agua en vino, para gustar de los  dones recibidos y hacerlos fructificar. Contamos con un gran aliado: el Espíritu Santo que no nos abandona, la Palabra de Jesús que nos anima y fortalece y el Amor infinito y poderoso del Padre que nos envía.