El Bautismo de Jesús

EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS 3, 15-16.21-22
“En aquel tiempo el pueblo estaba en expectación y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías: él tomó la palabra y dijo a todos:
-- Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo, y no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego.
En un bautismo general Jesús también se bautizó. Y mientras oraba, se abrió el cielo, bajo el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo:
--Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto”

“Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22)” (Porta Fidei – Benedicto XVI).

En Israel, el bautismo significaba el comienzo de una vida nueva, el perdón de los pecados. La persona quedaba “purificada”, libre de las deudas contraídas con Yahvé. La concepción israelita de Dios es así: un Dios al cual se le debe, un Señor ante el cual rendir cuentas sobre el cumplimiento de las normas instauradas (muchas veces por los hombres y no por Dios). Jesús no quiere eliminar este gesto tan antiguo, pero si transformar su significado y, sobre todo, dar a conocer cuál es el verdadero Dios, su verdadero rostro. Por ello elige el bautismo de Juan para hacer presente la nueva realidad de Dios para con los hombres. Resulta curioso ver cómo Juan, el bautista, la primera vez que aparece en el Evangelio lo hace como “voz que clama en el desierto” y, la segunda ocasión lo hace rodeado de agua, como “el bautista”. Desierto y agua son dos realidades que, a simple vista, pueden parecer contradictorias y, ciertamente, lo son. Pero Jesús transforma esas dos realidades antagónicas en complementarias. El clama en el desierto es ahora el que bautiza con agua. El agua es el sustento para poder sobrevivir al desierto. Nuestra vida es, muchas veces, desierto inóspito donde todo es desolación; pero en medio de ese desierto aparece el oasis del agua para dar vida allá donde no la había. El bautismo nos fortalece y nos renueva como hijos de Dios. No es un gesto más o rito cualquiera, el bautismo de Cristo instaura una realidad hasta ahora desconocida, pues es en ese contexto donde se hace presente el Padre para denominar a Jesús como “el hijo amado”. Para el nuevo pueblo de Israel, que somos nosotros, el bautismo nos constituye en verdaderos hijos amados de Dios; no sólo pasamos a formar parte del pueblo de Dios, la Iglesia, sino que además nos capacita para poder llamar a Dios Padre.
Cada uno de nosotros somos “hijos amados de Dios”, y no conviene olvidar esta realidad, pues el Dios de Cristo no es el dios justiciero ni castigador que algunas corrientes pretenden presentar. El Padre es el que se dirige al otro como Hijo, y el Hijo es el que puede pronunciar la palabra Padre con confianza. A través del Bautismo recibimos esa fuerza necesaria para poder presentar ante el creador nuestra confianza plena. El desierto de nuestra vida es fortalecido con el agua del Bautismo donde, por pura gracia, recibimos la fuerza del Espíritu Santo para poder vivir y actuar como verdaderos Hijos de Dios. Ningún bautizado puede decir que carece de esta fuerza, pues la ha recibido sin pedir nada a cambio. Otra cosa es que, esa fuerza (ese Don) lo hayamos perdido por dejarnos vencer ante la fuerza del desierto. Recibir el Bautismo es “emprender un camino que dura toda la vida”, es decir, iniciar un itinerario vital en el que vamos tomando posición ante la llamada de Dios.
Nuestra sociedad nos invita continuamente a vivir en la comodidad, en el egoísmo, en la búsqueda del bien propio por encima de todo. Hasta tal punto que nos presenta lo buen como malo y lo malo como bueno. Nos insiste en que la vida no es un don, sino una carga difícil de soportar ante la cual nosotros tenemos la última palabra. Todo aquello que atenta contra el don más grande que nos ha sido confiado que es la vida (el aborto, la eutanasia, etc.), es presentado como un derecho ante el cual somos nosotros los que decidimos. La injusticia, la pobreza, la enfermedad, es continuamente apartada de nuestros ojos y apartada del entorno social en el que nos movemos para que no “perjudique nuestra falsa felicidad”.  Estas, y otras realidades, son los verdaderos desiertos de la actualidad que convierten la felicidad social en un espejismo de bienestar y conciencias tranquilas ante la realidad ocultada por las dunas desérticas. El Padre Dios, el Dios de Jesús, nos llama a recibir el agua que purifica y limpia nuestros espejismos para hacernos ver la realidad.
No somos seres ajenos a la realidad, vivimos en sociedad y, de una manera singular, los cristianos estamos llamados a vivir en comunidad y en comunión; es esta la llamada de Jesucristo: ser para los demás. El bautismo nos da la fuerza del Espíritu Santo para poder hacerlo. Seamos pues testigos del Evangelio como nueva noticia, como mensaje de salvación, de esperanza y de futuro. El itinerario programático del Evangelio es el camino para hacer realidad esa presencia de Cristo que todo lo transforma, comenzando por el interior de cada uno de nosotros.